Por Jesús Delgado Guerrero
Para muchos sería casi una broma macabra que la “mano invisible” y huesuda de Adam Smith y el terrorífico espectro paseante con las hirsutas barbas de Karl Marx, protagonizaran un encuentro en el que, a pesar de sus ideas totalmente contrarias, ambos se reconocieran mutuamente con un sorprendente y respetuoso, al unísono,: “usted tiene razón”.
Pero si se revisa un poco se dará cuenta que esa historía está contenida en el Premio Nobel de Economía, que lo mismo se ha entregado a promotores de ideas monetaristas que a antimonetaristas, a pro-desreguladores que a sus contrarios, a intervencionistas y anti-intervencionistas y, total, a una rica ensalada de propuestas que, todas juntas, condensan el peculiar espíritu de contradicción que caracteriza a la economía.
Hay que imaginarlo: la ambición del panadero y del carnicero (el mito del éxito individual con sus robinsonadas) y el (mito también) proletariado hilandero que colectivamente se rebela (con sus soldados de honor al frente) contra la explotación del propietario del molino satánico (que, como se sabe, desplazó al telar de mano y las artesanales tareas), se funden y marchan juntos en busca del bienestar y el progreso de la humanidad, metamorfoseándose a la Ovidio, es decir, con libertad mitológica a plenitud y las infaltables intervenciones divinas o manipulaciones demoniacas, según la ocasión, pero todo en en ambiente de camaradería castrense.
Pues bien, en uno de los últimos lances (2013), la Academia, o para decir mejor, el Banco Sueco (es el que otorga el premio, que originalmente se llama “Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel”), fue realmente audaz al premiar a dos personajes con ideas opuestas sobre un mismo tema: el funcionamiento de los mercados.
De un lado colocó a Eugene Fama, (de la escuela de Chicago, claro), padre teologal de los “mercados eficientes” que sólo requieren información adecuada y la extremidad smithiana se encargaría del resto. Pero no faltó algún socarrón que denominó esa idea como “la economía del ketchup”).
Según la burla, esa economía consiste, básicamente, en que una lata de salsa de tomate de dos cuartos cuesta el doble que una lata de un cuarto y por ello lo único que importa es maximizar los precios de las acciones de una empresa (lo de menos son los ingresos que puedan generar para tomarlos como referente, como observó otro Nobel, Paul Krugman), y en esa forma darle duro a la economía de casino hasta donde tope.
Del otro lado, el Banco Sueco puso a Robert Shiller, un estudioso de la sicología económica o, para decirlo en otros términos, un “científico del alma económica”, analista de los ataques irracionales de los mercados con sus espíritus animales, depredadoramente especulativos, inversores con un comportamiento de manada y sus episodios de pánico, generalmente sin sustento pero altamente lucrativos.
Fue precisamente Shiller quien anticipó la crisis de vivienda del 2008 con las hipotecas Subprime. Y como cruel paradoja, fue Ben Bernanke, premiado en días pasados con el Nobel de Economía 2022 y presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos (conocida coloquialmente como “La Fed”) de 2006 a 2014, uno de los personajes que desestimó las advertencias: el aumento de los precios de las viviendas no eran parte de una burbuja, sino “en gran medida es el reflejo de unos fuertes fundamentos económicos”, dijo en el 2005, en su calidad de gobernador de la Fed (citado por Krugman en “Contra los Zombis”, Editorial Crítica)”.
Igual que Alan Greenspan, otro incrédulo de las burbujas y la irracionalidad financiera (y también titular de la Fed en su momento) Bernake simplemente se tragó el cuento de hadas de “los mercados eficientes”, desregulados y en absoluta libertad.
Pero tras el estallido de la burbuja, una vez que los “fundamentos” se “desfundamentaron”, Bernake tuvo que enfundarse en el traje keynesiano, intervenir y despilfarrar dólares a lo bestia (se inyectaron casi 700 mil millones de dólares, creando su propio Fobaproa, hoy IPAB, rescatando a la banca) para evitar un colapso mayor. Fue el ejercicio de la política fiscal sugerida décadas atrás por Keynes, a toda máquina, derrochadoramente expansiva, antes que políticas monetarias u otras, permitiendo de paso la ostentación de los adictos: el mercado está haciendo lo que mejor sabe hacer: autoregularse (ajá).
Y lo hizo a pesar de que aplaudió a Milton Friedman (progenitor del monetarismo) porque, según dijo, “usted tiene razón. Lo logramos. Lo lamentamos mucho pero, gracias a usted, ya no volverá a suceder”, esto al hablar de la Gran Depresión y las supuestas recetas miltonianas para enfrentarla.
Aquí la paradoja es mayor todavía: se premió al ex titular de la Fed (junto a los economistas Douglas W. Diamond y Philip H. Dybvig “por la investigación sobre bancos y crisis financieras”), específicamente por un trabajo sobre el crac de 1929, una de las mayores burbujas inmobiliarias y de estafas financieras de la historia.
Según el Banco Sueco, Ben Bernanke “demostró en un trabajo de 1983, con análisis estadístico y fuentes históricas, que el pánico bancario conducía a la quiebra de los bancos y que este fue el mecanismo que convirtió una recesión relativamente ordinaria en la depresión de los años 30, la crisis más dramática y severa del mundo que hemos visto en la historia moderna”.
En otras palabras, en la década de los años 80 Bernake tenía por lo menos antecedentes de la irracionalidad de los inversionistas y de las burbujas inmobiliarias, pero durante en el auge de la “economía del ketchup” en la primera década del siglo XXI, se impuso la idea del individuo comportándose racionalmente en unos mercados supuestamente eficientes.
Además, “El problema central de la prevención de la depresión ha sido resuelto, para todos los propósitos prácticos, y de hecho ha sido resuelto por muchas décadas”, decretó Robert Lucas en 2003, (otro profesor de Chicago y Nobel de economía también), padre de la idea de las expectativas racionales
Con toda esa artillería de atrincherados intelectos, insuflada desde los templos de la especulación y el agandalle financiero, ¿qué podía salir mal?
La respuesta a la pedantería intelectual no tardó en llegar y cinco años después, tanto Bernake, quien veía una gran moderación en los mercados, como Lucas , Fama, Greenspan y muchos más, atestiguaron la caída del edificio teológico neoliberal, justo por lo que llegó a considerarse como parte de una colección de curiosidades: la irracionalidad financiera y los espíritus animales, cuyo estudio es nuevamente motivo de reconocimiento.
La economía es un campo de mucha importancia y respetable, pero no es una ciencia objetiva equiparable a la medicina, la química o la biología como se ha querido hacer creer, por más ecuaciones y sistemas pedantescos con los que se le ha querido adornar.
Conforme al clásico, es humana, demasiado humana, y esto se sabe desde el siglo XIX gracias Gabriel Tarde (sociólogo, criminólogo y sicólogo), pionero de la sicología económica. También por John Kennet Galbraith, Hyman Minsky, Keynes (de él es al término de los “espíritus animales”), todos ellos economistas, y el sicólogo Daniel Kahneman (Nobel de Economía 2002) y su compañero de profesión y trabajo, Amos Tversky (sicólogo matemático), y varios más.
Lo destacable del último premio es que es de sabios cambiar de opinión (más cuando los hechos desnudan a las tercas ideas), y que sin duda son necesarios controles a la “Exuberancia irracional”, además de la propuesta de que el gobierno debe garantizar los depósitos de los ahorradores para prevenir crisis financieras pero evitando, claro, los trucos criminales que engordaron el Fobaproa-IPAB con créditos basura y otras triquiñuelas, igual que las hipotecas Subprime (para que después personajes como Bernake no tengan que rescatarlos con recursos de los contribuyentes).