***Orgullosos “acarreados” del humanismo mexicano
Por Roberto Fuentes Vivar
“No es perfecta, más se acerca a lo que yo simplemente soñé/ Larga vida a la 4T”.
El cartel, hecho a mano, lo portaba un orgulloso joven de pelo teñido. En Paseo de la Reforma, entre el Ángel de la Independencia y la (ex)glorieta de la Palma. Debajo de él las flores de nochebuena coloreaban el camellón. Un hombre, con el rostro del color de la tierra húmeda y sombrero de palma, lo miraba sin entender lo que decía el letrero. Pero igual se estrecharon las manos.
El joven, quizá heredero de los grandes muxes zapotecas del Istmo de Tehuantepec, pero más urbano. El campesino, heredero de las luchas de Emiliano Zapata o Rubén Jaramillo. Los dos, representantes de grupos que históricamente han sufrido vejaciones.
El aire de mediodía olía a sueños alcanzados.
Y sí, marcharon todos por Reforma.
Marchó, por más más de cuatro horas, un presidente que sueña con hacer realidad el humanismo mexicano.
Marcharon los profesionales de los sueños. No del sueño que adormila, sino de los sueños que se persiguen cuando la realidad se hace consciencia.
Los de la tambora sinaloense. Los que afuera de la Torre Mayor bailaron la quebradita.
Los que se desgañitaron gritando: “honesto valiente, así es mi presidente”.
Los que orgullosamente se sentían “acarreados” porque marcharon por sus huevos.
Los de Guerrero, los de Michoacán, los de Coahuila.
Los ataviados de antiguos aztecas que hicieron sonar su huéhuetl y su teponaztli, con sus plumas apuntando al cielo en un día dominguero, con el aroma de esperanzas deambulando en la avenida.
Los de ACME (Alianza de Autotransportistas Comerciantes Metropolitanos) con sus gorras verde bilis (que me despertaron caminando afuera de mi casa e invitando a todos a la marcha)
Los del SME (Sindicato Mexicano de Electricistas) con su decenas de miles de horas-marcha acumuladas.
Los del Partido del Trabajo, con su camión del que salían canciones pidiéndole a dios que la guerra no les sea indiferente.
(Son las 12 de día, la hora en que Alejandro Aura decía que olía a muchacha y no hay un olor precisamente de muchacha, sino de trabajadores cuyas suelas conocen el sabor de las marchas)
Los wixárikas que aprovechan para sacar unos pesos cobrándoles a quienes se quieran tomar fotos con ellos.
Los que ya no aguantaron las ganas y tuvieron que hacer una larga fila para entrar a los baños de una gasolinería.
Los de Campeche, los de Yucatán, los de Quintana Roo.
Los desalmados a quienes durante años les robaron el alma por las condiciones laborales insufribles.
Los amantes de Pablo Milanés, los amantes de Silvio Rodríguez.
Los campesinos que guardan en sus uñas los siglos de la tierra y las miles de horas que fueron abusados.
Los que manejaban globos gigantes con consignas a favor del presidente.
Los que caminaban en zancos y bailaban a tres metros sobre el asfalto.
Los que caminaron por rutas paralelas.
Los que a las dos de la tarde aún estaban afuera del Museo de Arte Moderno porque las columnas no avanzaban.
Los que compraban un tamal de urgencia ante el hambre de media mañana.
Los que llegaron en centenares de camiones que fueron estacionados en la colonia Anzures, en Polanco, en la colonia Cuauhtémoc, en la Condesa, en la Juárez o en la Roma.
(En el chat de mis vecinos decenas de voces se quejaban por esos camiones estacionados afuera de sus casas y criticaban el “acarreo”.)
Los orgullosos “indios pata rajada” quienes caminan a diario por las calles y las avenidas. Y pisaron el pavimento que los otros nunca habían sentido a flor de piel hasta hace 15 días, porque sus pies de llanta caminan por ellos.
Los de clase media que miran al presidente de la República como un líder social que intenta cambiar al país.
Los que gritaban con catarsis porque por primera vez un presidente siente empatía con ellos.
Los que cargaban tambores, flautas o guitarras para ambientar los sueños colectivos.
Los que apoyan al presidente pero piden que a sus colonias lleguen camiones de RTP.
Los que tienen ideas sociales por encima de cualquier modelo económico individualista.
Los que han vivido una vida con las palabras atrapadas en la garganta porque no podían expresarlas abiertamente sin ser corridos de su trabajo o expulsados de sus grupos sociales.
Los de Tlaxcala, los de Morelos, los de Hidalgo.
Los que militan en organizaciones sociales desde hace años.
Los que guardan en sus piernas sesenta, setenta u ochenta años de existencia sin haber sentido nunca la empatía social o gubernamental hacia ellos, hasta apenas hace cuatro años.
Los que llegaron en avión desde ciudades muy lejanas dentro de la República Mexicana o allende la frontera.
Los que se encabronaban cada vez que veían su celular porque abundaban las noticias falsas, denunciando acarreos con los que intentaban generalizar la movilización.
El señor que improvisaba canciones durante horas.
Los de Tamaulipas, Baja California o Nuevo León.
Los de Puebla, los de Veracruz, los de Tabasco.
Los de Oaxaca, San Luis Potosí, Sonora.
Los de Sinaloa, Colima o Jalisco.
Los de la Sierra, los del Mar, los del Desierto.
Los que traían escondido su itacate en medio de sus ropas, envuelto en una bolsa de plástico.
Los que compraron unas papas fritas y un refresco en una tienda de conveniencia.
Los que compraron tlayudas, tamales o tacos de canasta con los vendedores ambulantes.
Los que tuvieron el dinero para entrar a un restaurante lujoso para comer, tras haber caminado cuatro horas en la mañana.
Los que traían los sueños escondidos en un sombrero, en una gorra o en un rebozo.
Los que lograron tomarse una foto con el presidente López Obrador.
Los que no pudieron verlo ni de lejos.
Los influencers que hasta daban entrevistas y se tomaban selfies con sus seguidores.
Los de Aguascalientes, Querétaro o Guanajuato.
Los que eran empujados en sus sillas de ruedas.
Los que llevaban a sus perros.
Los intelectuales.
Los empresarios.
Los trabajadores.
Los obreros.
Los desempleados.
Los jubilados.
Los estudiantes.
Los maestros.
Los teóricos de la izquierda.
Los pragmáticos de la izquierda.
Los que apenas aprendieron a leer porque, durante años, se los impidieron sus patrones.
Los que iban en bicicleta o en patineta.
Los que buscaban su sentido de pertenencia.
Los que se fueron directamente al zócalo.
Los rezagados que se quedaron apenas en el Ángel de la Independencia, como si fuera el zócalo.
Los viejos, los jóvenes, las mujeres, los hombres, las madres con hijos, los abuelos con nietos, los esposos con sus esposas.
Los que sintieron que la esperanza es el motor de las piernas.
Estuvimos todos.
¿Cuántos?
Un titipuchal de mexicanos.
Un bonche de ciudadanos.
Un madral de personas sonrientes.
Un guato de connacionales
Un chingomadral de gente.
Un chingo y dos montones.
Fueron muchas horas (entre seis y ocho) con muchos, muchísimos mexicanos.
Y el presidente Andrés Manuel López que, a unos días de que se cumplan cuatro años de que tomó posesión, decidió nombrar a la Cuarta Transformación como el “Humanismo Mexicano”.
Y regreso a casa con la Cuarta Transformación en las alforjas, tarareando: “no es perfecta más se acerca a lo que yo simplemente soñé”
Dice el filósofo del metro: La diversidad mueve a la historia.