Por Jesús Delgado Guerrero
En materia de desigualdad, lamentablemente la historia es una especie de condena. Si se hace un recuento, así sea somero, de lo sucedido incluso antes de que Hernán Cortés hundiera sus naves para protagonizar el asalto a la Gran Tenochtitlán que culminó en la colonización del imperio español sobre los cadáveres aztecas para que el sibarita derrochador pudiera pagar sus deudas, se verá que, como aseguran algunos estudiosos del fenómeno, se trata de nuestro “pecado original”.
Son, pues, siglos de una pesada deformación, donde los beneficiarios de siempre, en cada oportunidad, han desarrollado narrativas para tratar de justificar lo injustificable.
Empero, como ha sugerido el economista Thomas Piketty, la situación obliga al replanteamiento de buena parte de todo el edificio (Capital e Ideología Gano de Sal, 2020), desde lo estrictamente económico hasta el comportamiento social.
En este sentido y con justa razón, otro economista, Raymundo M. Campos Vázquez, en su obra “Desigualdades… por qué nos beneficia un así más igualitario” (Grano de Sal, 2022), afirma que, en el caso de nuestro país, ya no se puede hablar de “desigualdad” (así, seco, en singular), sino que debe hablarse de “desigualdades”(en plural, porque son varias).
En efecto, las desigualdades van desde el tramposo sistema fiscal, que beneficia al “1 por ciento de la oblación” que concentra la riqueza y se traduce en “acumulación por la acumulación”, y pasan también, como sostiene Campos Vázquez, por la desigualdad de oportunidades, por motivo de género, por el tono de piel, por el origen étnico y hasta geográfico, lo cual implica la (evitable) condena de “naces pobre, mueres pobre”.
¿Por qué somos desiguales?, pregunta Raymundo M. Campos en su libro, y enseguida agrega: “La respuesta a esta pregunta es sencilla: porque lo hemos permitido?”, y sugiere que en esto se ha “juntado el hambre con la necesidad”: “primero, los políticos no muestran un interés real en eliminar esas desigualdades. Segundo, no se sigue la receta correcta. El tercero, es que la sociedad misma no parece estar comprometida con la reducción de las desigualdades” (p.p. 79-80)
Odiseo de regreso a Ítaca: estamos entre Escila y Caribdis (monstruos terribles). Entonces, como arengó el héroe a los tripulantes de la nave en su accidentada travesía, no hay que dejar de remar, porque están los datos que revelan, de un lado, lo extremo de las desigualdades y, por otro, la también extrema incomprensión sobre el fenómeno.
Aquí, los resultados de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares 2022 (ENIGH), difundidos por el INEGI en días recientes, nuevamente evidenciaron esas grandes desigualdades. Pormenorizó los ingresos: los hogares más ricos obtuvieron 15 veces más que los menos favorecidos en el 2022; la brecha es de 200 mil 696 contra 13 mil 411 pesos, trimestrales. Es una diferencia brutal, esto sin considerar que no se toma en cuenta al “1 por ciento que concentra la riqueza del país” pues resultaría aún más abismal la diferencia.
Así, en forma mensual, los hogares más pobres ingresaron 4 mil 470 pesos y los más ricos 66 mil 898 pesos, en promedio. Ello, no obstante el incremento de los ingresos de los hogares durante el 2022, que fue de 11 por ciento respecto del 2020 para promediar 63 mil 695 pesos en forma trimestral.
A la par de esa desigualad extrema, se reportaron otras desigualdades relacionadas con los ingresos por género (gana más el hombre que la mujer), por la pertenencia a grupos éticos y si son personas con discapacidad, así como por lugar de residencia (la región sur, con Oaxaca y Chiapas con los hogares con más bajos ingresos).
Hay muchos más datos que resumen, en un documento, la esencia del “alma nacional” o, dicho de otra manera, la extrema incomprensión de sí misma. (Las tablas pueden consultarse en la nota respectiva aquí).
En este sentido, sería de despechados negar que hay avances en la lucha contra la desigualdad por parte del gobierno federal. Por mínimos que sean, deben reconocerse, sobre todo después de décadas neoliberales que justificaron las crecientes desigualdades y las llevaron a grados insultantes. Sin embargo, también debe admitirse que la brecha sigue siendo muy ancha, demasiado; es muy grosera la desigualdad en diversos ámbitos y esto hay que corregirlo.
El peso de los programas sociales del gobierno y las remesas para ese avance son claros, sin duda, pero queda camino por andar pues también es notable que algunos ingresos son de tosca sobrevivencia. Esto hay que remarcarlo: son ingresos de sobrevivencia con todo y las compensaciones sociales.
Esto no debe tolerarse. Es necesario impulsar, cada cual desde su trinchera, un piso más parejo. Desde reformas para que los más ricos paguen impuestos conforme a sus ingresos y riquezas (a riesgo del remoquete de “izquierdista radical” por parte incluso de la izquierda conservadora, ni modo), hasta mejoras en las fórmulas de distribución de la riqueza pues casi la mitad de la población se halla en pobreza y en pobreza extrema, amén de modificar en forma sustancial el “chip” político y social.
Hay suficientes investigaciones (Piketty, Branco Milanovic, Gabriel Zucman, Raymundo M. Campos, Gerardo Esquivel y un nutrido etecé) que permitirían, si se quiere, comprender y llevar, al extremo, el debate y diseñar soluciones de estas evitables desigualdades extremas.