Por Jesús Delgado Guerrero
El Paquete Económico del gobierno federal para el ejercicio fiscal del año próximo levantó mucha polvareda. Principalmente, el endeudamiento proyectado (5.4 del Producto Interno Bruto) y un mayor costo financiero del mismo (1.3 billones de pesos, 3.7 del PIB) han ocupado los reflectores porque el gasto está prácticamente raquítico.
Hay motivos de preocupación ciertamente pues, de entrada, el costo financiero de la deuda es ya mucho mayor que el espacio fiscal, es decir, se destinan más recursos para el pago a los prestamistas que a la inversión de la cosa pública (obras de infraestructura, escuelas, hospitales, carreteras, etc.).
Véase el espacio fiscal: de 627 mil 437 millones 200 mil pesos en el 2023 pasará a 357 mil 639 millones 204 mil pesos, lo que significa una reducción de 57 por ciento (un duro ramalazo).
Así que de poco más de 9 billones de pesos del total proyectado para el 2024, sólo 357 mil millones y pico serán para la cosa pública (0.9 del PIB, cuando en el presente ejercicio es de 2 por ciento del PIB).
La hemorragia de recursos públicos para el pago de la deuda al menos ha comenzado a llamar la atención. Y también el creciente nivel de endeudamiento ya que no son pocos los que dicen que el gobierno federal está bordando en el aire debido a que no se está proponiendo una miscelánea fiscal que amortigüe el gasto, no sólo en cuanto a la deuda sino en todo.
En otras palabras, frente a las menguadas fuerzas presupuestarias, se está proponiendo una reforma fiscal que permita recaudar los fondos suficientes para dar sustento a los egresos (gasto). Y es correcto porque no se puede vivir de prestado todo el tiempo sin que explote la bomba, y menos con los usureros relamiéndose los bigotes por las altas tasas de interés como consecuencia de la inflación.
Las políticas keynesianas del despilfarro han mostrado su fracaso, lo mismo que las recetas neoliberales de pagar deuda con más deuda o, peor, aplicar tijeretazos a programas sociales para no enfadar a la clase usurera.
En esto, por cautela o por abierto temor, hasta el momento nadie ha dado un paso al frente para sugerir al menos en dónde se tendría que aplicar esa reforma fiscal. No se habla de “recortes al gasto social” porque ese canon neoliberal no se lo tragan ni los mismos autores y la sociedad no lo dejaría pasar sin más.
No obstante, es claro que las intenciones de reformas fiscales van contra los cautivos de siempre pues, además de que son más numerosos, son los que menos protestan y, obvio, no son dueños de monopolios o de medios de información para enfrentarse a los recaudadores del SAT ni evadir a la Secretaría de Hacienda, utilizando el “Estado de Derecho” creado ex profeso justo para poner pies en polvorosa y practicar el olímpico deporte de la elusión o la evasión fiscal.
En tales condiciones, si el gobierno federal, que se presume transformador, no toca con el pétalo de un nuevo gravamen al “1 por ciento” que concentra la riqueza y es el que menos paga impuestos, ¿por qué “analistas”, “firmas consultoras” y otros tendrían que arriesgar patrocinios -y el pellejo- proponiendo tan revolucionaria receta fiscal?
¿Por qué nadie habla de reducir el pago de la deuda, o al menos “refinanciarla para pagarla en un plazo de cien años -al final, a largo plazo todos estaremos muertos, como dice el keynesianismo socarrón- y así tener la certeza de que las generaciones inmediatas y las viejas no montarán en cólera ni mentarán madres por la falta de gasto social?
No hay duda que, según diversos estudios serios, la sociedad en su conjunto estaría dispuesta a pagar más impuestos, pero siempre y cuando los más ricos también lo hagan en proporción a la concentración de riqueza, cosa que parece más difícil que llegar a habitar el planeta Marte, esto conforme al espíritu conservador de la especie depredadora de la riqueza nacional.
Es verdad perogrullesca que se necesitan fondos para tener un sistema de salud como el de Dinamarca (el actual es menos que una mierda), con más hospitales y medicinas; se requieren más escuelas y universidades públicas, más y mejor infraestructura carretera y un larguísimo etcétera.
Pero eso no va a salir únicamente de un aumento al IVA o aplicación a otros insumos inherentes al gasto familiar cotidiano o de salud; no podría y sería echarse a millones encima mientras al “1 por ciento” (30 familias y sus monopolios y oligopolios) le perdonan casi todo (mucho).
A la vista entonces, lo que se requiere es una verdadera revolución fiscal, impulsada por un alma estadista con una visión más allá del cortoplacismo característico de ésta y todas las épocas, sean tiempos electorales o no, consistente en jalar la deshilachada cobija presupuestal de aquí para allá pero sin resolver el problema a profundidad.