Por Jesús Delgado Guerrero
Según estudios de diversos dependencias y organismos, los municipios del Estado de México recaudan, en promedio, alrededor de 18.6 por ciento de sus ingresos propios. El resto, 81.4 por ciento, proviene del gasto federalizado (participaciones y aportaciones) y de los gobiernos estatales que, a la vez, nutren también sus arcas de esas partidas federales.
El caso de los gobiernos de los estados es peor que el los municipales: recaudan poco más de 12 por ciento de sus ingresos propios. El restante 88 por ciento lo reciben vía federación.
Lo anterior quiere decir, en términos prácticos, que los convenios de coordinación fiscal entre entidades y la federación han privilegiado la “pereza fiscal”, una especie de política hacendaria sustentada en estirar la mano y, de un tiempo a la fecha, también vivir de prestado, por eso las deudas asfixiantes de los gobiernos estatales y municipales con la banca comercial y la de desarrollo.
Esa “pereza fiscal” tiene un poderoso resorte, al decir de varios estudiosos: se fundamenta en la conservación de “clientela”, que lo mismo sirve para hacer frente a procesos electorales que para movilizar contingentes de apoyo en situaciones específicas.
Por eso hay que mantenerlo lo más alejado de las ventanillas de cobro, evitando su descontento en las urnas o que pase a formar parte de las filas del adversario político.
Pero hay también otra parte, muy aireada pero poco atendida, que tiene que ver con el político chanchullero, propenso a cualquier clase de trastupijes con tal de procurarse una vida más allá de sus legítimas percepciones salariales, asegurándose un futuro con menos sobresaltos ante eventuales condiciones de desempleo y otras.
En años no muy lejanos (y hasta en fechas recientes, claro), cobijados por la opacidad del viejo régimen y luego por acuerdos pluralmente corruptos, estos personajes encontraron la llave que les abrió las “puertas del hermético porvenir” (Renato Leduc, dixit) y, alegando que era “una herencia de las abuelitas”, trataban (y tratan) de justificar fortunas notoriamente mal-habidas, colecciones de inmuebles (ranchos, casas, departamentos), vehículos (autos, camionetas), obras de arte, los infaltables “segundos frentes” (del mismo sexo o del otro), comercios, empresas y más.
De esa manera y con cargo al erario público constituido por los impuestos ciudadanos, pasaron de un trienio a otro (o sexenio) de modestos servidores públicos y/o comerciantes a propietarios de riquezas totalmente “explicables”.
Esta es otra de las causas por las cuales los ciudadanos han optado por no “contribuir a la hacienda pública”, porque saben que en realidad estarían aportando no al mejoramiento de los servicios (agua, seguridad, etc.) sino al engordamiento de carteras y aumento de propiedades particulares.
Muchos no se tragan fácilmente el cuento de la honradez pues, de acuerdo con viejos sabios, la misma es como la blancura de las cosas presentadas como símbolos de pureza: no hay nada más adulterado que éstas, como la leche, el pulque, las dentaduras postizas, los fraudulentos quesos detectados por la Profeco recientemente, yogures y hasta las bebidas espirituosas pasadas como vino blanco.
No es casual que la recaudación del impuesto predial en la entidad mexiquense promedie 48 por ciento y ni que el pago de agua potable esté casi en los mismos porcentajes, con el añadido de que la mayoría de las cajas registradoras de los organismos operadores del líquido cobran en efectivo, evitando deliberadamente con ello dejar cualquier huella electrónica.
¿Condenados los municipios (y también los estados) a la política hacendaria, convenencieramente mendicante, de estirar la mano y vivir de prestado?
Feliz “condena” pues políticamente y para fines personales ha resultado muy rentable. ¿Para qué modificarla?