Por Jesús Delgado Guerrero
Ilustrativas y hasta divertidas las posturas de dos visiones del país en torno de una obra de la que, incluso antes de operar, ya había causado encendidas reacciones. Igual sucede con otros proyectos “prioritarios” para el gobierno de la autodenominado “Cuarta Transformación”.
En el fondo, no es si los depredadores neoliberales censuran, con la clásica postura clasista, a la modesta vendedora que oferta tlayudas en los alrededores del nuevo puerto aéreo o la venta de gorras, playeras y otros en los corredores (“stands improvisados”, se dirá en la jerga del libre mercado para no mezclarse con el ambulantaje).
No. Ni siquiera es la animadversión -real y palpable todos los días- contra la figura que está encabezando los proyectos, devolviéndole así al Estado una parte del desmantelamiento del que fue objeto durante casi 40 años de libertarianismo económico: su protagonismo como promotor y regulador de la economía. Casi nada.
Pero hete aquí que en nuestro país ya probamos de estas dos sopas y, en honor a los resultados -más que a la verdad- tanto el protagonismo absoluto del gobierno como el del libre mercado o neoliberalismo en menesteres económicos ha resultado menos que fatal.
Brevemente: durante el mal llamado “desarrollo estabilizador”, que en realidad fue la semilla que germinó las crisis de las décadas de los años 70, se evidenció que no hay más mal empresario y peor patrón que el gobierno.
Las paraestatales, desde Pemex hasta las productoras de fertilizantes, pasando por telefónicas y televisoras, incluso armadoras, se convirtieron en el destino de la agencia de colocación que llegó a ser el ex partido (PRI, para más señas), en una espesa burocracia que más que facilitar todo lo enredada y, peor, dejó siempre en números rojos empresas que merecieron un mejor manejo.
Pasado ese mal trago, llegó el cuento de hadas y su teología neoliberal a principios de la década de los años 80 que supuestamente convertiría, cual Rey Midas, toda la miseria en riqueza, templo que, también supuestamente, fue demolido y apeado del poder a partir del 2018.
Los discursos de globalización, eficiencia, eficacia, modernidad, productividad, flexibilización y toda una grotesca terminología inundaron la agenda pública, con los resultados harto conocidos y evidentes: más pobres y la grosera concentración de la riqueza en el célebre “1 por ciento” (30 familias, para tener una aproximación, rescates de por medio con truculentos capítulos que justo contrariaron esa “eficiencia y eficacia” y demás monserga teologal del libre mercado).
Visto lo anterior, es plausible que al Estado -entendido aquí como gobierno- procure de alguna manera devolverse el papel de autoridad, dejando atrás la función de ”vigilante nocturno” o trasnochado, favorecedor de privilegios y de la concentración de la riqueza, a la que fue arrinconado.
Pero si las lecciones de la historia sirven de algo, también sería conveniente revisar hasta dónde el Estado debe meter las manos en la economía pues no son menores los episodios de graves deformaciones padecidas (con el añadido del inédito protagonismo de las Fuerzas Armadas en esas tareas).
Es cierto que se necesita un Estado fuerte, pero también un sector productivo fuerte. ¿Hasta dónde o cómo? Este es el shakesperiano dilema que los dogmas de uno y otro lados han impedido enfrentar, pese a los sonados fracasos de ambos.
Algunas voces, incluso dentro del mismo gobierno y de sus adversarios, han deslizado la posibilidad de desarrollar un justo medio, pero los gritos y atrincheramientos ha levantado una espesa nube, buscando así ocultar sus respectivos intereses, aplazando un necesario debate y el rediseño de un modelo económico para evitar los extremos.