Por Jesús Delgado Guerrero
El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, logró recientemente que el Congreso aprobara la Ley para la Reducción de la Inflación, (algo semejante a nuestro muy doméstico Paquete Contra la Inflación y la Carestía -PACIC-, pero con muchos más miles de millones de dólares de por medio). Con ello pretende hacer frente al fenómeno, que en ese país ha puesto de rodillas a los ciudadanos, alcanzando máximos históricos no vistos en los últimos 30 años.
Biden pretende mover unos 430 mil millones de dólares en 10 años y generar ingresos por unos 740.000 millones, según las estimaciones iniciales.
¿Qué proyecta y cómo lo hará? Bueno. Básicamente, Biden está promoviendo “energías verdes” y hacer accesibles los medicamentos a la población, que ya tiene suficiente con servicios de salud bastante caros, casi como para terminar empeñado de por vida.
Lo importante es que propuso elevar impuestos a las empresas para financiar esas inversiones. Los republicanos se opusieron, fieles al cuento de hadas de que es preferible la rebaja de gravámenes porque promueve el empleo y la felicidad de medio mundo (ajá).
La norma de Biden estableció “un impuesto mínimo del 15 por ciento para las compañías que declaren en sus cuentas un beneficio de más de Un mil millones de dólares, pero que utilizan deducciones, créditos fiscales y otras maniobras de ingeniería fiscal para reducir sus tipos impositivos e incluso librarse de pagar impuestos sobre beneficios”, según despachos de prensa.
Al mismo tiempo, el gobierno de los Estados Unidos fijó una tasa del 1 por ciento a las recompras de acciones propias.
¿Biden está buscando clientela electoral de cara a las próximas elecciones? Es cierto. Por eso también la condonación de deudas por colegiaturas a estudiantes universitarios. ¿Necesita esos recursos para enderezar la nave económica y cerrarle el paso a la inflación? También es cierto, aunque el momento presente le da mayor fuerza a éste último argumento.
Dos hechos notables en torno del lance presidencial de Estados Unidos: primero, Biden (demócrata) fue uno de los entusiastas que en octubre de 1986 atestiguó la firma de la Ley de Reforma Fiscal del entonces mandatario Ronald Reagan (republicano) mediante la cual se disminuyó la tasa impositiva marginal máxima más baja del mundo industrializado: a 28 por ciento (Donald Trump fue todavía más “magnánimo” con los suyos a costa de los demás: la redujo a 21 por ciento en el 2017).
Segundo, casi cuatro décadas después, Biden se convenció de que los cuentos de hadas neoliberales son sólo eso y que cobrar impuestos a los más ricos es de una necesidad fundamental para la sobrevivencia del capitalismo mismo (desde 1980 a la fecha, el 1 por ciento más rico aumentó sus ingresos 150 por ciento gracias a las “rebajas” de impuestos, dejando miserias al resto y generando el surgimiento y resurgimiento de Brexits y movimientos nacional-socialistas (nazis, pues).
Biden es prueba de que es posible abjurar de doctrinas perniciosas, especialmente en materia económica, si se asumen a plenitud las consecuencias y, sobre todo, si se es un poco realista y se es dueño de un mínimo de sentido común.
Esos impuestos ¿también sirve para combatir la inflación? Por supuesto. Ha quedado demostrado que la inflación no es, como canonizó Milton Friedman, “siempre y en todo momento lugar un fenómeno monetario” pues de ser esto cierto, tanto la “Fed” estadounidense como el Banco de México ya lo habrían sofocado a punta de establecer altas tasas de los referenciales, como lo han estado haciendo en los últimos mes.
En otras palabras, la inflación no sólo implica el recurso de políticas monetarias, sino también fiscales, como anotaron varios economistas, estudiosos del asunto.
Y es que, si bien la inflación golpea a todos, es evidente que el perjuicio no es el mismo arriba que abajo, y en estos casos “un impuesto anti inflación” en sectores muy focalizados (el “1 por ciento”) no es otra cosa que redistribuir de una manera más o menos equilibrada los daños generados, en este caso por el desbalance oferta-demanda.
Además, ese “1 por ciento” de la población es el mismo que se beneficia de los aumentos de las tasas de interés tanto de la Fed como del Banco de México para tratar de contener la inflación (rentismo especulador, que un día tiene sus dólares aquí y mañana se los lleva a Estados Unidos). De modo que establecer impuestos más o menos compensa y es seguro que no hará pobre a nadie del “1 por ciento”
En nuestro país, el presidente Andrés Manuel López Obrador no ha propuesto un impuesto de 15 por ciento para el “1 por ciento” con mayores ganancias, ni un 1 por ciento por recompra de acciones para enfrentar la inflación y otros fines. Nada de eso.
Los recursos destinados al PACIC han salido de la hacienda pública, incluso con los excedentes petroleros, para amortiguar las presiones inflacionarias, especialmente en los energéticos.
(Hay que imaginar las reacciones de los conservadores de este país si los propusiera, si ya con lo que se destina al PACIC es blanco de embestidas y deformaciones informativas que pretenden hacer creer de presuntos despilfarros oficiales, cuando se trata de medidas ante fenómenos específicos)
Pero con todo y el griterío que sin duda se levantaría en las filas favorecedoras del status quo, no estaría mal que el gobierno fuera diseñando acciones de mayor calado en materia tributaria para atender no sólo la coyuntura inflacionaria, sino para comenzar a corregir toda ese ancestral piso disparejo que ha profundizado la brecha de desigualdad, apuntalando la acumulación por la acumulación.
Lo que ha hecho hasta ahora la denominada “Cuarta Transformación” para cobrar impuestos a los grandes contribuyentes no está nada mal; hay que reconocer avances habida cuenta la discrecionalidad con la que se había actuado previamente, aunque no se puede soslayar que sigue haciendo falta una revolución en esta materia.
Y una “revolución fiscal” no tiene que ser únicamente enfocar los empeños en una mejor redistribución del ingresos para generar desarrollo social; también se requiere de una recaudación que deje atrás, de una vez por todas, viejos y vergonzantes privilegios con sus cuentos de hadas.