Los Sonámbulos, Opinión

Los Sonámbulos/Claudia Goldin, el Nobel de Economía y la desigualdad/Jesús Delgado Guerrero

Los Sonámbulos

Por Jesús Delgado Guerrero

El Comité del Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas, en memoria de Alfred Nobel, otorgó este año el galardón a la doctora Claudia Goldin. El comúnmente conocido como “Premio Nobel de Economía” sumó en sus vitrinas a la tercera mujer en obtenerlo, una cifra bastante desigual frente a los 98 hombres a los que se ha distinguido, no obstante la rica historia femenina en esta materia y sus trascendentes aportaciones .

Por no dejar y en arbitrario resumen, esas contribuciones femeninas hacen frente a la despiadada teología de la maximización del beneficio a cualquier costo, ello mediante una filosofía que tiene como objetivo el acceso a una buena educación y el buen vivir de todos los seres humanos. Existe una gran cantidad de estudios sobre la historia de la economía y los aportes de las mujeres, incluso en trabajos con los cuales algunos hombres accedieron al citado galardón (Milton Friedman, entre ellos, impulsado por su esposa Rose Director Friedman). Hay otras que tocan los extremos, como Ayn Rand o Rosa Luxemburgo, pero igual sus propuestas y estudios valen para evolucionar procurar equilibrios.

El hecho es que el jurado del referido comité consideró que Claudia Goldin, economista de Estados Unidos, “ha mejorado nuestra comprensión de la situación de las mujeres en el mercado laboral”.

“Comprender el papel de las mujeres en el mercado laboral es importante para la sociedad. Gracias a la innovadora investigación de Claudia Goldin, ahora sabemos mucho más sobre los factores subyacentes y qué barreras podrían necesitar ser abordadas en el futuro”, destacó Jakob Svensson, presidente del Comité del Premio de Ciencias Económicas.

Cuidadoso al extremo, el comité del premio evitó remarcar términos como “brecha” o, peor, “desigualdad”, para describir las condiciones de las mujeres en el mercado laboral, todo lo que se esconde detrás de ello (los denominados factores subyacentes) y las “barreras” que deben abordarse y, que sin duda, son muchas, principalmente culturales y hasta religiosas.

Sería ocioso especular sobre las causas por las cuales en los templos de la economía, principalmente neoliberales, se evade la palabra “desigualdad”; en el mejor de los casos se habla de brecha quizás porque fonética y hasta estéticamente es un término menos agresivo, diríase que hasta suave, pues no significa otra cosa que una abertura o rotura irregular.

Y es que, además de un adjetivo (y esto a los cráneos conservadores les causas más que ronchas), la desigualdad es otra cosa. En su definición más simple no tiene nada que ver con “brecha” ni nada semejante: es el trato desigual de un ser humano hacia otro en muy variados ámbitos, desde el doméstico hasta el laboral y el social. Es el piso disparejo. También es la discriminación, ya sea por color de piel o por ascendencia, por posición económica, por credos religiosos, etc., todo a pesar de la misma dignidad como seres humanos. Es, en suma, lo extremado, signo de ésta y todas las épocas, especialmente si de mujeres se trata. 

Como bien dice Thomas Pikkety en su lapidaria obra “Capital e Ideología”, “Todas las sociedades tienen necesidad de justificar sus desigualdades: sin una razón de ser, el edificio político y social en su totalidad amenazaría con derrumbarse” (Grano de Sal, 2020). Pero al final todas las justificaciones terminan por derrengar por la simple pero compleja razón de que, al decir del referido profesor francés, “la desigualad” (en esta y todas las demás formas), no es propiamente económica ni tecnológica, sino ideológica y política, (ya Keynes había advertido sobre el peso de las ideas en estos menesteres y otros, y con las mujeres la cosa ha ido todavía más lejos).

Por eso se hace énfasis en “la brecha de género” en vez de la “desigualdad de género”, porque la desigualdad, así, a secas, no es otra cosa que la puerta misma al inframundo de la infrarrepresentación de la mujer en el campo laboral y sus pobrísimos ingresos (menores a los ya de por sí miserables salarios de los hombres) y de muchos otros ámbitos tanto de la vida pública como social y privada.

Es el poder las palabras, que pesan mucho. Y de esto Gabriel García Márquez dejó una gran lección cuando, a sus 12 años de edad, fue advertido por el cura de su pueblo para no ser arrollado por un ciclista, de acuerdo con su testimonio en “Botella al mar para el Dios de las Palabras”.

Todavía la academia tuvo que matizar el asunto: “Pese a la modernización, el crecimiento económico y el aumento de la proporción de mujeres empleadas en el siglo XX, durante un largo período de tiempo la brecha salarial entre mujeres y hombres apenas se cerró”, según se dijo, para lo cual Goldin “ha proporcionado el primer relato completo de los ingresos de las mujeres y la participación en el mercado laboral a lo largo de los siglos”.

Es evidente que este relato debe servir para voltear a ver otras causas expuestas por especialistas en sicología económica, esas que tienen que ver con culturas, estereotipos y roles de género asignados que afectan decisiones y generan desigualdades, de acuerdo con las investigaciones de Raymundo M. Campos, doctor en economía (“Desigualdades, por qué nos beneficia un país más igualitario”, Grano de Sal, 2022).

Pero frente a esas resistencias para llamar a las cosas por su nombre, no queda más que mostrarse escéptico en cuanto al eventual diseño de políticas públicas para modificar sustancialmente una cultura ancestral. Se dice pronto: demoler un edificio cultural.

Sobre “Abacha”

El domingo pasado se difundió la noticia del fallecimiento del periodista Alfredo Barba Chávez en Aguascalientes. Ser humano de excepción, además de gran profesional, debo mucho a este personaje: entre otras cosas, mi inclusión de lleno al periodismo y, especialmente, al diarismo y a la crónica deportiva donde “Abacha”, como era conocido, tuvo un desempeño más que brillante (principalmente en ovaciones, cuando éste era un rotativo deportivo de verdad, así como de información general).

Para él siempre fui “El Niño”, un adolescente melenudo y apenas con bigote, no obstante que el destino nos volvió a reunir años después cuando dejé de manera momentánea el “reporteo diario” para dedicarme a tareas oficiales, al tiempo de colaborar en su “Mensajero” con temas políticos del Estado de México y otros.

Estoy seguro de que el mismo destino, con su certeza incontestable, tarde o temprano nos volverá a reunir para disfrutar de deliciosos y muy aleccionadores episodios periodísticos, su gran pasión, como sólo él los sabía narrar.