Por Jesús Delgado Guerrero
Desde los sumerios y, por supuesto, los llamados clásicos, considerados como progenitores de la economía, siempre ha habido una fuerte discusión en torno de los créditos. Los griegos, igual que los escolásticos, llegaron a considerar inmoral y hasta pecaminoso una parte vital de esas transacciones: el cobro de intereses (usura pura y dura).
Las posiciones se fueron flexibilizando con el paso del tiempo, pero siempre ha sido motivo de fuertes debates, sobre todo si el solicitante de los préstamos es el gobierno pues con ello busca la forma de financiar sus gastos.
David Ricardo y Adam Smith, por ejemplo, se mostraron contrarios a que los soberanos recurrieran a créditos para solventar, en forma particular, los gastos generados por acciones imperiales, guerras y conquistas territoriales.
En vez de ello, apelaron siempre a la generosidad del contribuyente y en el caso de Smith, citó el episodio de los pobladores del cantón de Undwerdal, en Suiza, donde en caso de necesidad cada individuo paga impuestos conforme a sus ingresos, previa declaración bajo juramento.
Total, que la contratación de deudas las llegó a comparar con “la pasión por las riñas de gallos”, que “ha arruinado a muchos” (La Riqueza de las Naciones, p. 805 FCE).
Evidentemente las cosas han cambiado, y mucho. En el siglo pasado Keynes fue el promotor y figura alcahueta para el despilfarro (gasto expansivo, a lo bestia) en tiempos de crisis, así fuera mediante el endeudamiento (“tradición alternativa” la llamaba, luego de estudiar la economía de los mesopotámicos, definiendo esto como “su locura babilónica”).
Todo esto viene a cuento por el eterno juego de Juan Pirulero de las rondas infantiles en torno de la deuda pública nacional donde, como ésta, cada quien atiende su juego y los partidos políticos lo hacen en la discusión del proyecto de presupuesto para el ejercicio fiscal 2023 desde el Poder Legislativo.
Unos a favor, por ejemplo, de que el gobierno de la autodenominada Cuarte Transformación rompa su promesa de no endeudarse y contrate más de Un billón de pesos para financiar sus gastos, y otros en contra, pero sin más critica que la condena a la operación y al aumento de los pasivos.
La Ley de Ingresos contempla 8.2 billones de pesos, con 1.1 billones contratados con deuda, más 6 mil 039 millones 200 mil dólares (unos 124 mil 407 millones 500 mil pesos), todo para gastos del gobierno federal y una parte de éstos últimos (8.9 por ciento) para las empresas productivas del estado.
En efecto, la deuda se ha constituido en un pesado fardo que se viene arrastrando desde hace décadas. El espacio fiscal, es decir, lo que canaliza el gobierno para infraestructura (escuelas, hospitales, carreteras, etc.) se ha venido reduciendo en forma significativa (poco más de 2 por ciento del PIB, casi lo mismo que se paga por el servicio de la deuda).
No es nuevo pero el caso es que poco o nada se sabe de que haya servido para atenuar los problemas al país. No ha habido claridad y esto es la grave.
Pero la oposición a la “alternativa tradicional” no ha contado con ninguna alternativa y esto es todavía peor. Convengamos en que el gobierno no debe recurrir a la contratación de deuda y se proceda a enfundarse en el espíritu smithiano de recurrir a los impuestos como vía adecuada para financiar el gasto público.
¿A quién debe cobrárseles? ¿A los de siempre o a los fraudulentos que evaden impuestos, a los que no pagan lo que les corresponde y son clientes de paraísos fiscales? ¿A los que, vía compadrazgos y agandalles han concentrado el ingreso, presumiendo además una falsa meritocracia?
Si es esto último, se debe condenar el lance de la mustia y pedinche 4T y proceder al establecimiento de un sistema fiscal progresivo, pero si no hay nada, sin todo queda en gritos y sombrerazos, poco hay que decir.
De hecho, una de los grandes “pecados” de la 4T será el no haber exorcizado a los diablos conservadores de un sistema fiscal que, además de la evasión y la elusión, sólo generan la concentración de la riqueza en unos cuantos.
Si algo explica la contratación de deuda, además de su necesidad, no es precisamente el apego a la citada “tradición alternativa” keynesiana, sino a esa otra “tradición fiscal” (conservadora por cierto) de transformar para mantener los fundamentos como están, con algunos matices nada más.