Por Jesús Delgado Guerrero
El asesinato de una persona, hombre o mujer, debe ser condenado con toda energía y sancionado con todo rigor. Si se trata de un periodista o una periodista amerita un trato distinto, que no privilegiado, porque están implícitas garantías fundamentales que la sociedad de ningún país, democrático o semidemocrático, puede darse el lujo de perder, entre ellas la libertad (de hacer, de decir, esto sin más límite que la libertad del otro y las normas acordadas entre todos).
Sabia fue la advertencia del famoso desfacedor de entuertos a su escudero, cuando le dijo:
“La libertad Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal…” (Capítulo LVIII, Segunda Parte).
En efecto, es “uno de los dones más preciosos” y apreciados, digno de defenderse con todo.
Por ello, el Estado -entendido como gobierno y sociedad- está obligado a no permanecer cruzado de brazos cuando condenables hechos como los sucedidos durante el mes que corre, están dirigidos contra hombres y mujeres dedicados al ejercicio del periodismo, uno de los brazos indispensables de esa libertad.
El gobierno federal y las autoridades estatales y locales involucradas en estos casos, harán bien en llegar al fondo y esclarecer los móviles de los mismos, capturando y sancionando a los culpables materiales e intelectuales, no dejando estos ni otros capítulos en la impunidad.
Este ha sido el problema ancestral, asumido (censurablemente) casi como una “tradición”, no sólo en episodios en los que las víctimas son periodistas, sino miembros de la sociedad en general, hombres y mujeres por igual, menores de edad incluidos.
Y este es el fenómeno que las autoridades actuales, responsables de perseguir y castigar estos delitos, están obligadas a combatir.
Los asesinatos de la periodista Lourdes Maldonado, sucedido el pasado domingo en Tijuana, el del fotoreportero Margarito Martinez, también en registrado en esa ciudad fronteriza el 17 de este mes y el de Luis Gamboa, en Veracruz, el día 10, han generado indignación. En todo el país, integrantes del gremio se han movilizado para exigir justicia.
No puede ser de otra manera. Porque desde hace varios años la acumulación de expedientes sólo han confirmado que el ejercicio del periodismo es una de las profesiones de más alto riesgo en nuestro país, y de las más indefensas, principalmente en las “grandes empresas” de “información” (salarios miserables y cero prestaciones sociales, todo a cambio de jornadas laborales propias de la esclavitud, acoso interno y externo, entre otras).
Desde ahí empieza el ataque a la libertad (y esto se calla o se simula) y culmina con la violencia más extrema que “se puede ejercer” contra la o el periodista. Y este es, insisto, el verdadero problema: “se puede”. Por eso grupos criminales o de interés se dan vuelo, porque también “pueden” y no se les pone freno.
Es de esperarse que la actuación del gobierno, específicamente el federal, esclarezca con toda puntualidad los asesinatos contra periodistas, no sólo como una forma de sacudirse la insidia y la cizaña de sus naturales malquerientes, sino como parte de las obligadas tareas que le fueron encomendadas y que libremente aceptó: cumplir y hacer cumplir la ley.